miércoles, 10 de octubre de 2012

LA MEZQUINDAD DEL HOMBRE SIN ORGULLO


Personas. Plebe. Amantes. Jefes. Tribu. Conocidos. Pueblo. Primos. Esposa. Esposo. Antepasados. Enemigos. Compañeros. Vecinos. Rivales. Amigos. Mujeres. Hombres. Idiotas. Cabrones. Santos. Amigos.
Personas.
Arcanos indescifrables. Hoy he pensado en las pequeñas traiciones. Un pequeño comentario, como de pasada, me revela un rencor desconocido. Nada sé de cómo se ha incubado. Hace años perdí a un amigo al decirle que yo aprendería a tocar más rápido la guitarra que él. Como no se quedó a comprobarlo, se perdió la satisfacción de conocer mi pasada de frenada. El orgullo mal entendido.
El orgullo es imprescindible. No me gustan las personas sin orgullo. Me gustan las que muestran orgullo en las peores circunstancias. Quienes predican contra el orgullo desconocen tanto su belleza como su utilidad. Quienes predican contra este atributo de la psique humana suelen esconder en su alma la versión enferma: la vanidad injustificada.
La vanidad herida, a veces, es vengativa y, a la vez, mezquina. No buscará la satisfacción pública en la teatralidad de un franco duelo. El envidioso suele carecer de orgullo, no por falta de motivos o cualidades  personales, sino por falta de convicción. El ser humano se hace mezquino porque se considera pequeño. No mira a los ojos, se esconde, tras una farola, tras una bandera, tras su insignificancia, tras unas gafas que son sólo montura. No se atreverá a apuñalarte por la espalda porque teme fallar. Te escupirá en el café cuando no mires. Pero su pequeño odio, su injustificada animadversión - a menudo inexplicable a sus propios ojos-, irá surgiendo poco a poco en las pequeñas cosas de la vida. No hay nada más evidente, a la larga, que el fingimiento continuado. Nos deleitará con amabilidades envenenadas: un chiste malévolo sin importancia, una mano floja en el saludo, un olvido conveniente, un pequeño comentario como de pasada.
Al final, todo se hace evidente, como una foto polaroid, en la química de las relaciones humanas.
Y, como siempre, no tiene otra importancia que proveernos de las coordenadas de nuestra existencia social. Mañana este hombre pequeño trabajará a nuestro lado en la oficina, o comerá con nosotros en la mesa familiar, o portará con nosotros el estandarte de nuestra Revolución. Mañana, o sea, hoy, estará a nuestro lado, quizá para recordarnos nuestras propias miserias, para recordarnos que el mundo del futuro nace con los pies carcomidos por el gusano de la pequeñez. Y nos preguntaremos, otra vez, si hubo un tiempo en que fuimos diferentes, si hubo un tiempo distinto, antes de que la especialización nos cosificara.

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